Tengo una nausea  en la garganta dividiéndose entre las lágrimas en que quisiera convertirse (y lo hará seguramente) y la inocencia en cámara lenta de sentir que tengo todo el tiempo de una escena dentro de la cual, si Nadie me está viendo, pueda reconocer en mí cada color que conforma mi rostro y escoger al menos cinco ángulos diferentes para ver la lágrima que recorrerá mis labios dibujados hacia abajo por mí y esta sensación de nausea que huele a odiar de una manera  tan nueva que me es casi irreconocible y no me conduce más que a la duda de si he tomado las peores decisiones en este juego.

Hace algunas horas le dejé de entender, aun cuando decía poco o en lo poco decía nada, yo solía deducirle los argumentos. Son las nueve y diez y la última conversación nos la dividimos, ella tenía la suya y yo, la mía. En los intervalos de cada palabra suelta, noto cómo recordar puede ser tan lento mientras el olvido suele ser presuroso. Noto también que hoy me molestan más que nunca sus costumbres. Cada mañana, la señorita A, desayunaba alguna cosa con aguacate, café, prendía un tabaco, se ponía su sonrisa de oficina, apagaba el tabaco a medio fumar y se iba con su cartera dorada dejando abiertos los cajones de los que necesitó algo (para esta acción-omisión no era relevante si encontraba el algo o no). Esta mañana, sin embargo, A no se iba, se fue B y no supimos cómo, la única certeza para mí es que ese fue el punto exacto en que la nausea empezó: cuando volteamos el cuerpo de la señorita B y sus ojos, hoy más celestes que nunca, se convirtieron en deponentes de los dos últimos  latidos de su corazón.

Yo quería mucho a la señorita B porque su historia era única para mí y seguramente para quienes la conocieran en vida. Debo confesar que soy una total desconocedora de las leyes de probabilidad, mas si alguien tuviera una historia similar, sería al menos acertado decir que el desenlace no le encontraría tan temprano como a ella. B se debatía entre lo que la vida parecía haber planeado para ella, los deseos ajenos no manifiestos y la pasión que encontró en su juventud. La muerte de sus padres a sus nueve años, le retornaba a veces como un amargo y mal recordado momento, libre de trauma o con el trauma bien enterrado -nunca lo descrifró- no ahondaba demasiado en la idea que tenía sobre sus padres porque no era ésta más que un embrollo tejido por los relatos sueltos de su abuela que nunca supieron colocarse en una línea cronológica coherente o con algún otro valor agregado que le permitiera a B sentir que el concepto estaba finalmente completo.

Un día, la única ocasión en que me habló de ello, la señorita resaltaba más una esencia, una relación directa entre la idea de los progenitores y aquello a lo que la mente recurría al evocarlos: la revolución. Ambos habían fallecido en las selvas colombianas, tras decidir que había llegado su momento de unirse a la lucha armada, dejando a su hija con la abuela materna. Entonces, le pasaba a B, como luego me pasaba a mí (sus sentimientos seguramente serían más complejos), que pensar en ellos era pensar en desiciones, en aquellas formas hipotéticas de volver en el tiempo para cambiarlo todo y, en su lugar,  tomar las mismas determinaciones, esas que suceden por convicción y a pesar de todo. 

B labró sus propias sendas hacia el único fin de verse en el espejo y no reconocer ni una pizca de esa pasión militante, sin ideologías, solo metas propias: la profesión, los viajes, la familia. Ella, tan clara, decente y enfocada. Ella, que olvidaba todo por una llamada rápida cuyo resultado era un sujeto de gorra azul colocando con sumo cuidado siete rayas horizontales sobre la mesa de vidrio que era la misma que A utilizaba para comer y en la que yo pasaba horas preparando los círculos de estudio y los afiches que se pegan a las dos de la mañana. Dentro de las mismas paredes, vivíamos mundos tan distantes, pero siempre juntas, ni el Doctor ese (nótese el desprecio en “ese”), por el que alguna vez discutimos, nos logró separar.

De la misma forma en que nuestras mentes se ocupaban en distintas actividades que eran propias de cada una y, por lo tanto, insignificantes para las otras; se desocupaban en momentos que nos permitían estar juntas. La llegada del sujeto de gorra azul, la noche de ayer,  fue uno de esos espacios en que nos encontramos para sonreírnos después de inhalar y gozar de los buenos recuerdos que se tornaban ahora en lo poco que teníamos en común.

Son las nueve y diez, la noche de ayer. La noche de ayer, me perdí en las horas, entre una raya y una botella de vodka robada de algún cumpleaños. A se quedó por la culpa, por la misma nausea que yo tengo pero que ella disimula mejor. Pero ¿el no saber que pasó nos coloca en peligro, nos vuelve cómplices o acaso culpables? A cree que sí, desde las ocho y cuarenta ha tratado de convencerme. Vuelvo a la habitación, nada ha cambiado, B yace tendida con la misma mirada sin fondo que, de manera muy singular,  denota su muerte. Es claro que lo que la ha matado ha comenzado en su interior, una mezcla letal ingerida la noche de ayer. Hace solo unas horas que yo me he levantado y la señorita A estaba ya en la mesa, con su cartera dorada para asegurarse sus últimos tabacos. A pesar de todo, siempre había admirado su serenidad y franqueza, atributos que en este momento resultaban bastante útiles. Son las nueve y diez y he decidido ver a B por segunda ocasión. El cuerpo me resulta un enigma, tanto tiempo he habitado en teorías de cambiar el mundo que se me ha olvidado que sin cuerpo, no tengo dónde vivir. Mis manos han empezado a desvancerse y solo se que no puedo confiar en la señorita A, tengo algo como un mal presentiemiento de que ella tiene la culpa. He pensado y recordado durante un tiempo que me ha parecido infinito ¿Por qué aún son las nueve y diez? Me encierro en mi habitación y, desde mi cama, recuerdo que me he puesto un abrigo y unas sandalias antes de salir. Noto, indudablemente por pimera vez, que los cajones se han quedado abiertos. Mis ojos estarán más celestes que nunca. A se habrá ido, por fin.

FIN