Pierrot, no sé si alcancé a decirte o no. Si alcanzaré en esta carta, tampoco. Una urgencia repentina por volver me  ha alcanzado, aquí, sentada en la banca frente al teatro del centro, la más cómoda para detener el tiempo que, tan diligente y eficaz, se ha deshecho cada año de inmensos recuerdos que teníamos pero nunca de esa sensación de ser uno con la ciudad. No con la gente, ellos han sido siempre recursos de fondo y yo seguiré mirándoles así, sin importancia; aún cuando deba admitir que sus miradas me incumben más ahora que me he quedado sin historia que contar.

Deserté, Pierrot. Se me agotaron las reservas de convicción y las capacidades de creer en un futuro elaborado. Me ahonda lo incierto, quizá desde hace un tiempo ya. Hace unas semanas, estaba yo sentada en una de las reuniones del Partido en la madrugada y alguien dijo “bueno, al menos los que estamos aquí ¡no nos iremos!” ¿No es interesante, Pierrot? ¿Que de la negación haya surgido la duda? De la creencia firme de que el compromiso era inquebrantable, emanó la idea de salir de ahí. Al fin, era posible. No estaba ya destinada a dar la vida por un mundo mejor que solo existía en las mentes de quienes dejamos todo por empezar a pertenecer solo ahí.  

Y aquí estoy, Pierrot. Hoy. He decidido aplicar algunos filtros a mi discurso en un intento por transmitir tu sabor de ciudad. Espero que el hilo de esta carta le sea fiel al hilo de la historia que tuvimos y a su capacidad de fluir en los espacios muy a pesar de todo lo que nos hizo falta, incluido aquello que no conocíamos aún. Será seguro la nostalgia quien conduzca esta aeronave de memorias, seguro; pero no la nostalgia de ti, Pierrot, sino de tu sabor tan propio que no es más que la esencia misma de esa ciudad que hoy extraño. Aquella que nos vio cruzar sus calles en sentido opuesto a la multitud y escondernos por las noches en tu guarida de techos bajos y camas grandes para el amor. La que nos daba vida en las mañanas y a las seis de la tarde cuando los pisos de adoquines se tornaban naranja por el sol y yo los miraba mientras me contabas tus planes para el futuro que, por coincidencia, eran los mismos que improvisábamos mientras tomabamos el café.

Pierrot. Si, muy de repente, anhelara volver en el tiempo, guardaría en un cofre tus secretos y me diría a mí misma que esa, la tuya, es la forma más noble de vivir. Que no hace falta ser el héroe de otros. Si no se puede ser el de uno mismo uno muere en lo profundo. ¿Eres tú tu propio héroe, Pierrot? ¿Vives acaso con un agudo e íntimo orgullo de quien eres? Porque así te podía sentir cuando tomabas el centro de una plaza con la certeza de que la gente se reuniría para verte con tu traje de rayas y tus botones en el pantalón y en la nariz. Con tus ojos verdes y tu sonrisa torcida, totalmente feliz de ser Pierrot. Te diría que la vida cambia tanto y aunque ya no sé de ti, pienso que no podrías negarme que te has montado en al menos diez motañas rusas desde entonces, desde aquellas veladas en la ciudad, con su música y su olor puro a canela y naranjilla. Te preguntaría también: ¿cómo hago ahora Pierrot? No para que me expliques. Para saber que hay una explicación. Siento que el camino que me separó de ti me separa ahora de mí misma y de cualquier ocasión para empezar de nuevo. Se me ha quedado atrapada la creatividad en esas ocho paredes rojas, se me ha olvidado cómo respirar el aire en calma y crear.

Pierrot, ¿cómo supiste tú? Cómo supiste ser ciudad desde el primer momento, cómo supiste reflejar en tus gestos y tus caprichos que las siete de la noche en el redondel final de esa larga calle te pertenecían a tí como te pertenecían las mañanas de domingo en la plaza grande.  Caminar contigo, de tu mano o no, me engrandecía de una forma muy superficial. No lo tomes a mal, Pierrot, digo superficial desde la perspectiva de la gente. Y es que nadie nos conocía tan bien como nos conocíamos el uno al otro y los detalles de nuestros momentos juntos, que no eran tan fáciles como se podría deducir al ver nuestras frentes muy en alto mientras  avanzábamos cargando el gran peso de todo el material construido para actuar cuando las luces nos iluminaban altivos en escenarios sin tramoya.

Los personajes que puntillosamente confeccionabamos en la terraza éramos nosotros mismos ¿te diste cuenta de eso, Pierrot? vivíamos en un proceso constante de explorarnos y hasta la catarsis era tan absurda que no necesitaba de contención. Yo me fabriqué a mí misma y tú me pusiste el apodo más lindo y preciso: Fo.  Yo bailaba contigo y fluía en el aire cuando me levantabas en esa parte de la canción: “te he pedido que nunca me dejes cuando la mentira veas que me envuelve con su manto cotidiano y diurno y yo no pueda vomitar…tantas cosas” . ¿Estás cantando Pierrot? Dime que te acuerdas, para saber que ese sabor que busco sigue en algún lugar esperando a que yo lo encuentre y pueda respirar de nuevo con la mente totalmente en neutro.

Un día, te fuiste Pierrot. Se desvaneció tu sonrisa en medio de una calle más ancha que de costumbre y, aunque la había visto desvancerse antes cuando te molestabas conmigo y entrecerrabas los ojos para explicarme por qué mis teorías no me dejaban ser tan libre como tú, esta vez fue diferente. Yo te grité y tú me respondiste con los brazos bien arriba por el fastidio, sacudiendo las manos a manera de obviedad. Pero ya nada era obvio para mí, Pierrot. Mi alma se había entregado a la idea de ser parte de una lucha. Te dije que éramos seres egoístas, que nuestras actuaciones solo nos servían a nosotros mientras olvidábamos un mundo que necesitaba de algo más real que el arte.

Nos perdimos quizá por  dejar que todo se volviera incierto ¡Imaginate Pierrot, estábamos en la puerta de un banco! ¿Qué podía volvernos más comunes y mortales? Esa puerta era la misma que cruzaba la gente que no queríamos ser. Nos pasó por eso, supongo, por alejarnos sin conciencia de las subidas de adoquines y los cafés con tortillas de verde del local de mesas antiguas, entradas de madera y letreros pequeños. ¿Te acuerdas del vecino, Pierrot? Era el dueño del local, le encantaba hablar con nosotros porque le hacíamos sentir todo un artista. Nos hablaba de su padre, un compositor del pueblo que le heredó el negocio, el amor por la música y la seguridad, desconocido pero nunca frustrado, feliz. Y esa debía ser la lección de nuestras vidas. Oh, Pierrot, frustrase jamás.

La vida sin ti extravió la cámara lenta que me permitía verme mejor. Los días pasaban demasiado rápido entre eventos, mitines,afiches, murales y discursos. Dejé de ser quien necesitaba y me transformé en una herramienta que no soñaba ni al dormir. Dejé de actuar, de bailar y de entenderme.  Luego de cinco años de eso, lo he dejado todo, otra vez.  Y ahora, no sé dónde está. Dónde desocupé mi alma del fuego que me llevó contigo y luego hasta el Partido. Pierrot, ¿dónde estaba yo cuando me encontraste por primera vez? ¿recuerdas? Estaba escribiendo una historia sobre un pintor y un pájaro mientras atendía detrás de esa mesita blanca a la que nadie se acercaba. Y llegaste tú con tus brazos por siempre descubiertos a hablar conmigo y a reconocerme de alguna clase de danza. Yo no te recordaba Pierrot, porque en esos momentos yo valsaba con los ojos cerrados y, por lo tanto, sola. Me hablaste porque yo estaba en la misma ciudad. Me tomaba un jugo de zanahoria por las tardes y me sabía yo sola a libertad.

Quizá, en realidad, todo estaba en mí. ¿Era yo, Pierrot? Porque… decías que te conocí mucho antes, en ese teatro y entonces, no sabías a ciudad. No por ti, Pierrot, tú nunca tuviste la culpa de nada. Por mí, porque yo no supe degustarte, porque era muy joven entonces para saber a qué sabía la ciudad o si las ciudades sabían a algo que las pudiera diferenciar entre sí. También te recuerdo después, cuando la urbe sabía a ti al ocultarse el sol y yo regresaba al local y me tomaba un café sola, antes de enrumbarme en dirección a los sitios que no llegaste a comprender conmigo. Y no te necesité más, Pierrot, pero seguí recurriendo a tu sabor para agarrarme con la punta del pie de un pasado que, finalmente, fue el más libre y noble que viví. Me robaría tus secretos Pierrot, para esculpir un nuevo camino para mí (porque no es mi intención robarte las memorias y los logros que tendrás acumulados desde entonces), para seguir siendo capaz de salir a la ciudad y encontrar que es ella la que sabe saber, o saber yo sola, o ser leal a ti. De cualquier forma, volveré de vez en cuando al local a tomarme un café y me sentaré frente al portón para ver, inevitablemente, los adoquines anaranjados y pensar en qué de lo que yo era sigue en mí de la misma forma en que la ciudad continúa sabiendo a sí misma, pase lo que pase.