Para terminar, a su propia manera,  decidió mientras descendía uno a uno los escalones en espiral que era mejor no besarle la boca una última vez. La penumbra que  había quedado  de la noche anterior no les puso de acuerdo y la despedida nació de una confusión casi paralela en los dos. Les ridiculizó. Lanzaron los dos tres besos al aire, con las direcciones indefinidas y que en origen no llegaron a contar como uno solo. Sin dar un paso se dieron la espalda, ella partió sin mirar atrás y, por consecuencia,  echando de sí el  deseo de saber si él había hecho lo mismo…aunque en viceversa. Nada supuso del hombre sin complicaciones.

Era pequeño, como cualquier lugar para uno en París, la única ventana que poseía el cuarto se fusionaba pasando por una cortina verde con la pared. Quieta, moviendo solo la mirada con esa sensación de presente que tanto le molesta, no pudo evitar notar que todas las camas donde duerme son blancas y las paredes se fusionan con los muebles en una escena abstracta, como oscurecida a propósito, como para no recordar. Eran las diez de la mañana y no había luz. Era como volver a emprender la noche de ayer.

Le había esperado en el bar, él llegó, duró un minuto y se fue. A un principio tan corto no se le pueden sumar promesas, entonces  “dijo volver”. Le dijo:

-Eres tú.

En ella, la sonrisa cordial. En él, siete segundos más para salir. Volvió.

En este punto de arranque deberíamos contar al menos el entendimiento previo a la cita de los desconocidos. Fue así: Arnaud, el parisino, accedió a compartirle la morada a la mujer que no tenía una en Paris. Eso es todo, no hay más. No dejemos caer la mente en juegos de predicción. Un par de mensajes permanentes más otro par de terceras personas resultaron en un trato sin necesidad de cláusulas.

No pasó entonces que ella  pensara recibir más allá de lo estipulado en el párrafo anterior. No pasó tampoco que le defraudara el hecho de que Arnaud la llevara después a otro bar aunque caminando siempre dos segundos por delante. La nieve le bajaba la frente y le reducía la altura. Tal vez si quitáramos estas circunstancias hubiera sido ella capaz de mirarle a los ojos esperando que le rezumara las razones de por qué no se ponían de acuerdo y se restaba el uno, o se sumaba el otro, dos segundos para avanzar sin complicaciones. No pudo contarle su plan. Ahora sabía tres cosas de él: Arnaud, el parisino, no tiene complicaciones.

El Quartier Latin de Paris, o Barrio latino, por darle algo en español, está vestido de fiesta. En la mesa que él escogió (con sus dos segundos de ventaja), posaron los temas para la noche y el vino les trastornó de a poco las palabras halándoles entre el pasado, el presente y los puntos de vista políticos. Así, sin pasión ni delirios de ningún tipo, le empezaba a resultar conocido. Por ejemplo, reconocía en él un antojo por guardarse los secretos dejando a la luz, como una ventana para respirar, una pizca de misterio opaco. Todo, sin querer.

Esta indiferencia por la claridad le duraría, desde ahí, hasta la noche, hasta la bajada de la espiral. Todo lo que le enseñó era oscuro como el rincón. Como los recuerdos caídos sobre en qué idioma hablaron al final de la noche anterior  o al empezar la madrugada de ahora. Al menos había guardado su nombre en la almohada. Le llamó:

-Arnaud. Me tengo que ir.

-Yo también

Uno de los dos abrió la puerta, no sabemos quién. Tres pisos. Ella contó tres pisos por delante (aquí sí sabemos quién) y le pareció lo suficiente para que se le escapara por los poros el no saber qué hacer, expidiendo de la piel en el camino la falta de armonía como la falta de color a la oscuridad o, en este caso, la necesidad de convertir la oscuridad en un color. Su mente era un trompo, las sensaciones le giraban como enemigas de los recuerdos dejándole una náusea tan hermosa como la alfombra roja sobre los escalones (que no parecía la misma en la cual hundió los pies para subir). Podía reproducir en ella los pequeños momentos, avanzar, retroceder, ir más lento o borrar. Empezó a bajar, esta vez ella iba adelante. No sabía bien lo que hacía pero lo hacía con obstinación.  Entonces se valió del primer escalón y dijo:

-Anoche tuve un sueño

Hubiera pagado en cualquier moneda por tener una tiza para rayar la pared y no olvidar el camino. No porque se le ocurriera regresar alguna vez (sobre esto, no tenía opiniones), sino porque le hubiera dado un buen uso la noche anterior,  cuando llegaba Seis De La Mañana con sus pies descalzos a encontrarla, todavía, en el intento de señalar a Arnaud los puntos del cuerpo que le hacían vibrar de frío. Él no la entendió, la dejó tendida en la madrugada helada y ella, bocabajo, no lo dejó pasar. De a poco, a sus ojos, el  empezó a cambiar, su cuerpo se encorvaba cuando ponía a sus manos a cargo de sostenerle las rodillas, como acostumbran todos los hombres de brazos grandes al dormir. Eso era, exactamente eso, Arnaud era uno de todos los hombres.

Y sin embargo, tenía que ser él a quien esperara en el bar, tanto como tenía que ser La Náusea de Sartre para acompañarla en el viaje o la música de El Último Tango en Paris para sonar en medio del tránsito que la obligó a llegar un día después. Tenía que ser ayer, no un día antes, tenía que esperar y tenía que ser él a quien esperara.

 No ha llegado a definir si fue la suerte de Arnaud quien la obligó a llegar tarde hace dos días y puntual la noche anterior…o si fue la suya o la de la ciudad. De cualquier manera no se puede hablar de la ciudad como victimaria, habría que deducir entonces que, con su imagen de incomprendida  metrópoli y sus aires de deseo por delante,  no ha tenido otra opción que volverse cómplice. Así, dejó Paris y París la dejó partir sin resentimientos.

Era verdad. Si bien Seis De La Mañana la había sorprendido con los ojos perplejos, el alcohol a lo largo de la noche le endulzó la sangre lo justo para dormir un poco y despertar con los gestos hipócritas pero de azúcar. En el caso de las palabras, eran verdad.

-Me soñé aquí, contigo.

Le dio dos escalones de tiempo y siguiendo los dos por el mismo compás, Arnaud no le devolvió ni una nota. Y aún si pensáramos que la falta de respuesta la decepcionó (como no fue el caso), hasta eso  lo hubiera dejado pasar. No formaba ni una mínima parte de sus intereses que él la tomara del brazo con el romanticismo que en toda la noche no se hizo presente. Ni de parte de ellos ni de parte del encuentro, ni de la telaraña de idiomas ni de las palabras conjugadas en gestos. El aire a su alrededor se fue contagiando de algo más, a pesar de las cosas que ella no deja pasar.

Bien pudo él haber aceptado su apatía por la luz o el hecho de que sus labios hablándole le retumbaban el cuerpo como un par de lunas mojadas (gracias Cortázar). Y es que, una vez en el bar (el tercero), bien pudo seguir el juego de buscar una mujer teniendo ya una a su lado y convencido de  que sentarla en el rincón no era un indicio de las ganas que tenía de probarle el español de los labios. De esos espacios en el que Uno no puede moverse sin molestar un poco a Dos, no se podía pedir  más que un rincón para un beso. Tal vez dos. No se puede pedir más que la música buscando el extremo más alto para evitar el silencio de después de besar. Se puede pedir una música más acorde al momento, es verdad, pero se tendría que decidir antes. Por consecuencia, decidir el momento y correr el riesgo de que no se despierte para volver a pasar. Mejor continuemos…cinco escalones después:

-Soñé que había gente. Y se metía al piso para robar.

Hace mucho tiempo ya, había dejado de contar las veces en que empezaba sus conversaciones con la palabras sueño, o soñar, o ayer en la noche. Siempre había sido así para los demás. Nunca tenía apuro al hablar ni ganas de dar respuestas a todos. Regalaba primero a su interlocutor el tiempo para verle los matices del lugar en la piel. En esta ocasión era el turno de Arnaud para responder.

Se mantuvo entonces  la sensación de espera arrastrada en ella como un velo al bajar, que  bien podía ser un velo blanco y a Nadie le hubiera molestado, por suerte Nadie no se les cruzó en la espiral. Llevaba un proyector en la cabeza para pisar los escalones en cámara lenta e incrustarse los momentos de espera como puntitos rojos en las piernas que le devolvieran las sensaciones después, cada vez que él reanudaba el habla. Ya a la mitad de la espiral, él rió de una manera estúpida pero apacible casi intentando prevenir la sentencia:

– Espero que no haya sido más que un sueño.

Su humor. Como si no fuera lo bastante arduo tejer los  idiomas, Arnaud le sumaba ahora la tarea de entenderle el humor. Pensó que si pudiera fabricarse unos minutos para regresar y cambiar el pueblo que la permitió crecer por una de esas calles adoquinadas (que hacen más fuerte el sonido de los tacones de las damas de la alta sociedad), entonces anotaría en su libreta los momentos, no las frases, o más fácilmente los gestos ante los cuales un sujeto  corriente debe reaccionar, es decir reír.

…No, no hay necesidad de mentirnos así, la verdad es que no cambiaría nada que le quitara la costumbre de tomar, exprimir y desfigurar las situaciones. No podría hurtarse a sí misma su forma de sentir y repetir las veces que desee…

En el trayecto de la puerta a la despedida recordó el trayecto del beso en el rincón a la mirada en la cama, cuando se vio en el apuro de pensarle en español y  evocó a  Arnoldo, el pequeño de las historietas, el de cabeza de balón. El que te deja sin palabras dándote  la contra mientras te desnuda de maneras para alcanzar algún tipo de reivindicación  más o menos respetable y para rematar, lo logra todo sin siquiera valerse de intenciones. Arnaud en español es Arnoldo y no lo sabe.

El parisino tampoco sabe que puede ser dos personas, aunque no al mismo tiempo. Tiene la capacidad de cambiar de rostros, podría incluso guardar la una en un cuadro sin que esta envejeciera (pues no todos los rostros puestos en un cuadro están destinados a envejecer). Y volviendo a esta historia…el parisino está dotado de una sonrisa que le cambia la perspectiva al sujeto que lo ve. Sin que esto sea algo malo, por supuesto. Tal vez ni siquiera es verdad. Fue ella quien diagnosticó su situación y no le dijo nada. Ahora ella sabe tres cosas de él y una más que se ha inventado: Arnaud, el parisino, no tiene complicaciones, tiene el poder de desdibujarse al sonreír.

Dejando la risa (o la falta de ella) a un lado, no podía evitar saborear en sus respuestas un alivio casi aprobado por el último escalón y directamente después, la puerta. Detrás de la puerta el mutuo dolor de cabeza, el mutuo quejido y sobre todo, la nieve. Esa que cae en pedazos pequeños, como la historia de  la noche anterior. Dividida como el desenlace y desvaneciéndose al tocar el suelo.  Desvaneciéndose como Arnaud y dejándola a ella sin necesitar de él para que sea cierto.

No hay final, podríamos volver a empezar en otro orden y tampoco habría final. A ella solo le queda volver, no volver a persistir, ni volver a aguantar, no acabar ni volver a empezar. Regresar en sí, con la historia en retazos para armarla a su propia manera, y empezar.